Sobrevivir al Kangchenjunga

El Kangchenjunga es la tercera montaña más alta del mundo, tras el Everest y el K2, con una altura de 8.586 metros. Su nombre significa los cinco tesoros de las nieves ya que la cima tiene cinco picos, cuatro de ellos por encima de los 8.450 m –Kanchenjunga Principal, 8.586 m; Kanchenjunga oeste (Yalung Kang), 8.505 m; Kanchenjunga central, 8.482 m; Kanchenjunga sur, 8.494 m; Kangbachen, 7.903 m–, y es sagrada para los Kirant, la religión mayoritaria en el Himalaya. Situada en la frontera entre la India y Nepal, tres de los picos pertenecen a la región india de Sikkim y los otros dos al distrito Taplejung de Nepal.

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Hasta 1852 se creía que era la cima más alta del planeta y no fue hasta cincuenta años después que se consiguió abrir una ruta de acceso a la base de la montaña y rodearla.

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El clima que rodea la zona es muy inestable, abundando los días con niebla, sumado esto a la propia orografía del terreno hacen que sea la tercera cumbre con menos ascensiones con éxito –185 en total, 83 sin ayuda de oxígeno artificial– con un índice de muertes elevado, puesto que por algo más de cuatro cumbres se ha lamentado una muerte. De los cuarenta fallecidos, ocho fueron durante el descenso. Wanda Rutkiewicz, en 1992, la mujer con más ochomiles conquistados durante aquella época (ocho) encontró la muerte cuando ascendía con el alpinista mexicano Carlos Carsolio. Mientras atacaban la cima, tras doce horas de escalada, Carsolio dejó a su compañera atrás para hacer cumbre en solitario. Durante el descenso se encontró a la alpinista polaca decidida a hacer vivac e intentarlo de nuevo al día siguiente. Nunca más se supo de ella. Dos años después fallecía el alpinista francés Benoît Chamoux en el que hubiese supuesto su décimo cuarto ochomil.

Para el primer ascenso con éxito debemos remontarnos al 25 de mayo de 1955, cuando una expedición británica llegó hasta los penúltimos metros de la cima. George Band y Joe Brown detuvieron sus pasos a escasos metros para respetar las creencia de los porteadores Sikkim que les habían acompañado. La mayoría de expediciones respetan esta costumbre. Band y Brown abrieron la ruta clásica de ascenso.

El 20 de Mayo de 2003 el alpinista aragonés Carlos Pauner conquistó en su segundo intento –tras el que le dejó a tan solo 100 m de la cima en 1997–, por fin este coloso. En el descenso fue dado por muerto durante tres días.

El experimentado himalayista partió hacía el Kangchenjunga con una expedición patrocinada por el Gobierno de Aragón enmarcada en un proyecto para ascender las catorce montañas de más de ochomil metros. Ya durante la aproximación al Campo Base vivió la dureza del proyecto en el que se había aventurado. De los sesenta porteadores que partieron con todo lo necesario para abastecerse durante los días destinados a la ascensión, llegaron catorce. La nieve y las inclemencias meteorológicas disuadieron a la mayoría durante el camino.

Una vez instalado en el Campo Base (5.500 m), compartido por diversas expediciones, Pauner decide unirse a los alpinistas italianos Silvio Mondinelli, Mario Merelli y Kristian Kuntner. Esa decisión resultó vital para conseguir su objetivo.

Después de los pertinentes días de aclimatación, los cuatro himalayistas, partieron en busca del Campo I a 6.500 m. En esta primera ascensión, cada uno portaba 25 kilos de peso en la mochila con la tienda, comida, hornillo, sacos y cuerdas. Después de pasar una noche vuelven al Campo Base a proseguir la aclimatación y descansar.

El ascenso al Campo II (7.000 m) es mucho más técnico. Enormes sedacs (bloques de hielo) y zonas de grietas hacen muy complicada la subida. Además la montaña se va empinando cada vez más. La noche en esta altitud es mucho más dura. Es una zona de temperaturas extremas, con mucho calor durante el día y frío intenso durante la noche. Una vez aclimatados a esta altitud, emprendieron la conquista del Campo III, a 7.600 metros.

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Tras pasar una primera noche a 7.600 metros decidieron posponer el ataque a la cumbre a causa del mal tiempo. Regresaron a los 5.500 m donde el resto de expediciones están ya recogiendo abandonando la idea de hacer cumbre por la inminente llegada de los monzones. Las subidas y bajadas entre estos campamentos y el Campo Base fueron constantes; Pauner y sus compañeros italianos no entendían la montaña sino era sin ayuda de oxígeno artificial. Además la climatología muchas veces obliga a realizar descansos de varios días y no se pueden realizar a esta altitud.

Por fin, el tiempo mejora y deciden volver a atacar el ascenso al Campo III, aunque el laberinto de grietas les impide encontrar la ruta fácilmente y pierden mucho tiempo y energía. Durante la noche el viento y la niebla retrasa la salida prevista hacía la cumbre. La sensación de estar tan cerca y que quizás esta sea la última oportunidad les lleva a decidir permanecer otro día a 7.600 m. A las 12 de la noche la climatología se da un respiro y los alpinistas deciden no esperar más y abandonan el campamento.

Pauner se encuentra muy fuerte y decide abrir huella. Al legar a los 8.000 metros, amanece. «Sobre las ocho de la mañana, a pesar de tener muy estudiada la ruta, los croquis y los mapas nos resulta imposible encontrar la vía clásica. Vemos una línea muy marcada de hielo que deriva a la derecha. La vemos asequible. Nos atrae de alguna manera y pensamos que en algún momento se cruzará con la vía clásica. Evidentemente no fue así».

Hasta aquella fecha todas las expediciones atacaban la cima por la vía abierta por la expedición británica de 1955. «Nos metimos sin saber en una especie de ratonera. Un muro de roca escarpada. Una zona de escalada mixta. No hay tiempo para encordarse. Metemos los piolets y los crampones en las aristas y conseguimos superar el muro con mucho esfuerzo. Nos llevó demasiado tiempo».

El alpinista aragonés empieza a quedarse rezagado mientras los italianos ya en una zona muy empinada pero mucho más accesible llegan uno a uno a la cumbre. El primero en llegar es Mondinelli y Pauner llega quince minutos después casi sin oxigeno para seguir adelante. Han llegado demasiado tarde, les quedan apenas dos horas de luz. «No fue una cima feliz. No nos permitió nada y sobretodo éramos conscientes de que una vez estás allí todo lo que viene es realmente lo duro y difícil. Nos dimos cuenta que iba a ser muy difícil salir con vida de la montaña. Nadie dijo una palabra».

El tiempo empeora por momentos. Nieva y la niebla les reduce la visibilidad a cuatro metros y les impide encontrar la vía clásica para descender. Deciden volver por donde han subido. «Partimos en silencio cada uno abrazando a su destino». Pauner se queda unos minutos filmando y tomando fotografías. Cuando reemprende la marcha ya no ve a sus compañeros. «A esa altitud no se puede hacer nada por el compañero. Es una lucha individual».

El descenso por esta nueva vía abierta es muy peligroso. Te enfrentas a una caída de 2.000 metros. Supera el muro que tanto le costó subir sobre las diez de la noche. Ha tenido que echar mano del frontal para alumbrarse y tiene mucho sueño. «Empieza una lucha con uno mismo. En la que te has de obligar a no parar. Un rincón de mi mente sabía que si me quedaba allí iba a morir. De repente me quedé sin visión del ojo izquierdo. Empecé a ver a un alpinista imaginario que me acompañaba. La mente proyectó en él todas mis debilidades. Era él quien tenía sueño. Quien no veía con el ojo izquierdo. Quien quería parar. Así que negocié continuar cien pasos y parar unos minutos». Sobre los 8.000 metros cumplió su promesa y se detiene entre dos rocas a dormir unas horas.

Al amanecer lo único que ha cambiado es que ya no nieva. El viento y la niebla siguen acompañándole. Lo que le espera a partir de ahora es una zona de sedacs. Un crampon no se agarra y cae. «Empiezo a descender cabeza abajo a gran velocidad golpeando contra las rocas y los pequeños bloques de hielo que me encuentro por el camino. Voy tan rápido que incluso salto por encima de una grieta». De repente se acaba el sedac y cae por un cortado vertical. «En ese momento pienso que es el final. Me encojo de hombros esperando recibir el golpe contra el suelo». El golpe llega. Una caída de unos cien metros que milagrosamente no le rompe ningún hueso. La suerte que le ha sido esquiva hasta ahora se ha puesto de su parte. Tan solo ha perdido un piolet y las cámaras de vídeo y de fotos. Tiene lo mínimo para seguir bajando. Está desorientado aunque no tarda mucho en encontrar el Campo III. Queda una tienda con un hornillo y gas justo para descongelar nieve y beber.

El mal de altura sigue haciendo estragos. Empieza a perder la visión del ojo derecho así que decide salir del confort del campamento y descender. Mientras tanto los italianos llegan al Campo Base y anuncian la desaparición del alpinista español.

Pauner llega al glaciar situado entre el Campo III y el Campo II pero no logra encontrar las huellas en la nieve del ascenso. «En aquel momento las alucinaciones ya no se limitan a un compañero. Veo alpinistas por todas partes. De repente veo a un sherpa que viene hacia mi haciendo un giro en un bloque de hielo que me recuerda al giro que hicimos al subir. Me acerco hacía la zona y me topo con la traza».

Tras dos noches por encima de 8.000 metros y la tormenta de nieve y viento la expedición da por segura la muerte de Pauner. Sólo un milagro podría mantenerlo con vida. Pero el alpinista ha llegado al Campo II tras pasar una noche haciendo vivac a 7.400 metros. Desde allí hasta el Campo I esta todo encordado. «Soy consciente por primera vez que voy a llegar al Campo Base. No se si pasaré otra noche durante el camino o llegaré al anochecer pero por primera vez soy consciente que voy a salvarme».

A poco menos de media hora del Campo Base, ya de noche, enciende su frontal. Esa distancia es visible desde las tiendas y la expedición, al verle, comprueba que es posible sobrevivir al Kangchenjunga.

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