La peor de las pesadillas

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Llegas a casa por la noche, después de un largo viaje desde Londres en silencio. Hace mucho tiempo que no escuchaba el silencio como el sábado. A veces piensas qué ha pasado, a veces te lamentas de un error, de una jugada concreta, de un mal pase, de… De mil cosas. El sábado, por primera vez en mucho tiempo, no podía pensar en nada. Se asemejaba al despertar de una pesadilla, que te hace sentir fatal aunque no consigas recordarla. Y te invade un sentimiento depresivo, una frustración muy grande.

No hicimos el ridículo en el campo del Watford, porque el ridículo, creo, lo hace aquel que no sale a competir. Y salimos a competir. Y competimos. Y disfrutamos… Hasta que se apagó la luz. Y cuando se apagó la luz sufrimos el peor aplastamiento que he vivido en mi carrera. Siete goles en 45 minutos. Peor aún, cinco en veinte. “¡Bien, bien! Aguantamos su salida en la segunda parte y tenemos la victoria” nos decíamos en el descanso, cuando ganábamos por 0-2. Es imposible explicar lo que vino después. Y más imposible aún entenderlo. No hicimos el ridículo pero nos humillaron de la manera más cruel que puedo recordar.

Por primera vez en mi vida no sé explicar qué ocurrió. El primer gol del Watford nació de una falta clarísima y era fuera de juego. Vale. Un golpe bajo, pero que para nada excusa la forma en que bajamos los brazos sin darnos cuenta de lo que estaba pasando. Ellos parecían aviones y nosotros un grupo de desconocidos que se juntan para hacer una pachanga. Nos mirábamos sin vernos, corríamos como pollos sin cabeza como diría Toshack y caímos en la peor de las humillaciones.

Perdón. ¿Perdón? Sí. Esta vez, me pongo en la piel de los aficionados que nos acompañaron y no sé ni como excusarme. Hubo un momento en que pensé “Me hago el cojo, pido el cambio y me largo de esta locura”, pero de forma automática me respondía que no podía borrarme de manera tan ruín y que tenía que poder mirarme al espejo sin sentir vergüenza. Aunque de verdad que la sentí.

Hace algunas semanas que sentía que iba a más, me lo repetía y estaba convencido que marcar un gol era lo único que me faltaba… Madre mía. Lo marqué y enloquecí de contento sin poder ni sospechar lo que me esperaba. Un gol, la sensación máxima de un futbolista para acabar de esa manera.

Al acabar el partido el vestuario el peor escenario que se pueda imaginar. Estuvimos media hora hablando, sin reproches, sin gritos. Intentando adivinar qué había pasado, intentando comprender aquello. Después, el silencio. Cada uno, supongo, se escondía en sus propios lamentos. Si me pongo en la piel de Elliot puedo imaginar su hundimiento, si pienso en Clarke intuyo como dejó el campo después que nos metiera Ighalo el 3-2. Era de locos. Como una película de terror.

Y después, el viaje de vuelta. El míster y algunos compañeros se quedaron en Londres y yo me pasé todo el camino mirando a ninguna parte. Contesté tres o cuatro mensajes de móvil por simple agradecimiento a mis amigos que me consolaban y me deprimí más todavía. Es en estas ocasiones cuando pienso en quienes me dicen “¡Qué buena es la vida de un futbolista profesional!” para poder recordarles lo dura que es la otra cara de la moneda, la frustración que puedes sentir, la pena, la rabia y la impotencia.

Escuché un silencio tan incómodo que aún hoy me agobia. Llegué a casa pasadas las diez de la noche y tuve por lo menos el abrazo inocente, sincero y cariñoso de mis hijas. Fueron cinco, quizá diez minutos de paz y de una ayuda psicológica especial. Y después Laura. No me dijo nada. Me abrazó trasladándome su acompañamiento y entendió esa sensación de vacío. Me conoce tanto, nos conocemos tan bien, que sabemos cuando necesitamos ese espacio de soledad.

Por primera vez en mucho tiempo no dormí en toda la noche y como un autómata ayer por la mañana cometí la estupidez de buscar el reportaje del partido. Más daño todavía. Allí, en apenas dos minutos y medio se ven todos los goles. Pero tu cabeza descubre qué pasó inmediatamente antes, cómo se perdió ese balón, cómo no se mantuvo aquella posición, cómo no hiciste esa falta, cómo no se ayudó aquella cobertura.

Y me volví a hundir. “No lo pienses más”, me dijo Laura intentando darme un ánimo imposible. Siempre he dicho que no me rindo, que cuanto peor están las cosas más peleo por cambiarlas. Me encuentro bien físicamente, sé que estoy bien y no es un ‘decir por decir’ porque más allá de entrenadores, amigos o aduladores interesados uno mismo sabe la verdad. Y me rebelo contra todo esto porque soy así.

El sábado viene el Brighton, que ayer perdió 3-2 en la FA Cup contra el Arsenal y no está atravesando su mejor momento en la Liga. No descubro nada diciendo que será un partido especial porque me enfrentaré a mi ex equipo, en el que juega mi ‘hermanoCalderón y en el que dejé muchos amigos, pero en el campo tendré más rabia que nunca. No por ellos, no por nada, sino por mi mismo, por mi equipo, por mis compañeros, mi entrenador y nuestros aficionados.

Siempre quise ser futbolista. Y hoy sigo queriéndolo. Si es verdad que de las peores experiencias se aprende, espero haber aprendido mucho de lo que pasó el sábado en Londres.

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