La decepción y la resignación

Es probable que los tres meses largos de confinamiento hayan hecho que la gente se aleje poco a poco del fútbol. En el caso de este periodista, así ha sido. Hemos priorizado otras cosas –la salud, la primera– y hemos podido ver que por mucho que dijera Bill Shankly, el fútbol es solo un juego.

Ocurre, no obstante, que como somos dados a tropezar de nuevo con la misma piedra (no una, sino las veces que hagan falta), a la que empieza a correr el balón volvemos a fijarnos en el circo del fútbol. Da igual si no podemos ir al estadio para aplaudir, rajar, elogiar, gritar, silbar o mostrar un pañuelo. No importa que veamos nuestro templo vacío y mudo por televisión aunque ésta se empeñe en falsear la transmisión con sonido y animación de lata; no podemos evitar sentarnos a verlo.

Y cuando hoy nos sentamos a ver al Barça, nos aburrimos. Lo hacíamos con Valverde y lo hacemos también con Quique Setién, con el agravante de la decepción añadida entre lo que dijo y lo que hace. “Cuando voy a un equipo, garantizo una cosa: va a jugar bien”, afirmó el cántabro que cambió los paseos entre vacas por el banquillo azulgrana. Y no, el equipo no ha jugado bien más que cuatro ratos mal contados. Es más, se han potenciando los vicios adquiridos dejando de lado la meritocracia a la hora de configurar las alineaciones y, peor aún, negando oportunidades a los únicos que han aportado entusiasmo cuando les ha tocado saltar al campo: los jóvenes.

Quique Setién se ha contagiado del mismo mal que afectaría al 90% de los entrenadores de fútbol de este país: un banquillo demasiado grande y un vestuario omnipotente. Solo así se entiende que el técnico cántabro haya renunciado a aquellos principios que despertaron los elogios de los nostálgicos del ya inexistente, por demolido desde arriba, modelo del club. El famoso ADN Barça del que todo el mundo habla y ya nadie respeta. El ADN al que aludió Quique Setién aquel lejano día de enero.

Pero no pasa nada. El nivel de exigencia del aficionado azulgrana no ha hecho más que caer año tras año. El Camp Nou, escenario de mil plebiscitos a lo largo de su historia, está vacío a causa del famoso coronavirus, pero incluso sin él se mantendría en silencio, plagado como está desde hace años de turistas que aprovechan su visita a Barcelona para acercarse al estadio. El socio se aburre y calla, seguramente ignorando –o no– que la indiferencia es el peor aliado de los cambios y un enemigo íntimo del fútbol, porque el fútbol se alimenta precisamente de lo contrario: de las emociones.

El aficionado ha callado tanto durante estos años, anestesiado por unos y otros, que no es consciente de lo que recibe hoy por parte del club de sus amores. Y si lo es, le importa poco. Ha pasado de alimentarse del círculo virtuoso (“los éxitos deportivos situarán al club en la primera línea mediática y se traducirán en ingresos que alimentarán al primer equipo”) a dejar que el presidente diera ese modelo por obsoleto para adoptar otro del que no sabemos más que empezó con el ‘triplete, tridente’, siguió con el ‘compro cromos siempre que cuesten más de 9 cifras’, continuó con un plan para un estadio que debía acabarse en 2021 y aún no ha empezado a reformarse y sigue su camino con el desguace lento pero inexorable del equipo coincidiendo con los últimos años de Messi, prácticamente lo único reconocible de aquella primera época.

El argentino cumplió hace poco 33 años y no será eterno. Lo que debería haber sido una reconstrucción paulatina y planificada se está convirtiendo en una tormenta perfecta que se cierne amenazante sobre un Barça más enfocado en dar clases de ingeniería contable y financiera que en la construcción de un equipo de fútbol.

Hoy, lo que importa es cuadrar el balance, no tener que avalar. El fútbol importa poco; la incapacidad para encontrar la financiación con la que llevar adelante un mega proyecto como el Espai Barça, menos.

Y en dos años, cuando Messi cuelgue las botas o decida retirarse en Ñuls, tendremos un equipo deconstruido que jugará en un estadio vetusto iluminado por los flashes de los turistas.

Eso y el agridulce recuerdo de lo que pudo haber sido y no fue.

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