Recuerdo que hace unos años, viendo un vídeo sobre The Beatles, un detalle me llamó tanto la atención que me vi obligado a rebobinar –¿cuánto tardará en perderse esta palabra, ahora que las bobinas han abandonado para siempre la reproducción? ¿O acabará desmarcándose de su sentido original, como tantas otras?– para comprobar que había entendido bien al narrador. El hecho en sí fue que la banda británica grabó su primer disco, Please please me (1963), en una única sesión de estudio que se alargó durante trece horas. Diez canciones (en realidad once, pero Hold me tight se dejó para el siguiente disco) en trece horas, prácticamente una hora por cada una de ellas. En esta época en la que los trabajos originales de los cantantes pasan más horas en post-producción que Avatar, era un hito indiscutible y seguramente lo siga siendo hoy en día, cincuenta años después. Hasta el resfriado que Lennon arrastraba durante la grabación no logró más que embellecer el resultado con ese fantástico final al que llamaron Twist and Shout, canción que no necesitó más de una toma. «No sé cómo lo hacen. Hemos estado grabando todo el día, pero cuánto más se alarga la sesión mejor lo hacen», comentó George Martin, el productor del disco.
Había truco, por supuesto. Siempre lo hay. Por buenos que fuesen The Beatles, hecho que hoy no se pone en duda, no había ni existe hoy grupo capaz de grabar diez u once o ni siquiera cinco canciones de la nada en un solo día. Los de Liverpool ya llevaban años tocando una y otra vez las mismas canciones (a excepción de Ringo Starr, que se incorporó un año antes del lanzamiento del álbum) y habían perfeccionado sus ritmos en las noches de Hamburgo a base de la repetición sistemática. El éxito no es más que otra iteración del fracaso. Habían tocado tantas veces juntos, se conocían tan bien tanto los unos a los otros como a sus creaciones, que al llegar al estudio salió de forma natural un disco que se convertiría en referencia y que aún hoy se deja escuchar.
La repetición o la continuidad es clave en cualquier proyecto. No lo es cuando es mal entendida, no lo es cuando la repetición, el alargamiento innecesario, se convierte en un fin en sí mismo. Debe aplicarse con tesón, paciencia y sin perder la vista de la meta. Un acorde por aquí, algo más de ritmo por allá. Prácticamente nada sale perfecto la primera vez que se intenta y si es así es porque no se ha continuado insistiendo en ello, ya que siempre hay mejoras por hacer. Un ejemplo futbolístico de ello sería el Barça de Guardiola: ganó todo en el primer año y medio, nadie creía que pudiese ir a mejor y en la temporada 2010/2011 demostró que, si hay cimientos que lo soportan, se puede edificar otro piso más cuando se toca techo. Ese curso vino, como no podía ser de otra forma, después de un año que, sin ser malo, supuso un bache en juego y títulos. Y quizá esa temporada con Ibra no habría llegado nunca si Pinto no hubiese parado un penalti en Mallorca en plena depresión de resultados o si Iniesta no hubiese tumbado a las probabilidades marcando un gol en el último minuto con el primer tiro a puerta de su equipo.
Nunca sabremos qué habría sucedido, como nunca sabremos dónde llevan esos caminos que decidimos no tomar en la vida. Conocemos lo que sucedió e incluso podemos remontarnos a la época previa a Guardiola. Con Rijkaard no se apretó el gatillo en ese gélido invierno de 2004 y sí se hizo en 2008 cuando estaba a la vista de todos que el proyecto no daba más de sí. Lo más sencillo hubiese sido desconfiar de Pep en 2008 y 2009, así como dejar tocada de muerte la carrera del holandés en los banquillos en 2004. Resulta fácil, además de muy tentador, sumergirse en los mundos que hablan en condicional, aquellos que aconsejaban también desprenderse de Luis Enrique apenas seis meses después de que se hiciese cargo del equipo, no sin entender que todo camino hacia el éxito conlleva repetidos fracasos y que muchos de esos senderos acaban en vía muerta, mientras que pocos ascienden a la cima.
La experiencia, y no sólo futbolística, debería servir para mostrar que unos meses no pueden ni deben ser una apropiada vara de medir en prácticamente ninguna circunstancia. En el caso particular del Barça, tras años de vicios adquiridos y con el tiempo royendo de forma impasible, el pasado juega malas pasadas, si me permiten el mediocre juego de palabras. Cuando se ha ganado tanto y se ha puesto el cómo a la altura del cuánto, la decepción es inevitable ya sin tener en cuenta el efecto de la melancolía, de la idealización que convierte lo ocurrido en inalcanzable. Sin embargo, hay que proporcionar el tiempo suficiente a los entrenadores para que desarrollen su idea y que sea esta, o la ausencia de esta, la que los haga fracasar, no los tropiezos que puedan tener mientras intentan echar a andar. Un mes después de que se pidiese la cabeza del nuevo técnico, el equipo muestra síntomas de recuperación y los mezcla con los de dominación. A día de hoy, prever cómo acabará la temporada es tan inútil como perderse en lo que hubiese sucedido de haber entrado otro entrenador. A pesar de ello, termine como lo haga, espero que Luis Enrique tenga derecho a otra oportunidad, aunque estas vayan tan caras en un club de la entidad del culé. Sólo entonces conoceremos la validez de su idea.