Banderas de nuestros iaios

Sé que han pasado unos días, pero hago un paréntesis en este verano sofocante en el que las noticias absurdas se amontonan entre la atonía y la auténtica estupidez. Aparcados en el absurdo, en el «a ver quién la suelta más gorda y sin pestañear», ya nada parece importar.

Luego, claro está, existen esos contrapuntos. Noticias a las que cada vez se dedica más atención, como los polivalentes documentales del ártico que nos sensibilizan con el oso polar y sus tribulaciones debidas al calentamiento global, y a la vez sirven para «refrescarnos» del calor sahariano que parece acumularse y masticarse como en el Macondo de García Márquez.

Y también están esas pequeñas noticias, aparentemente sin importancia, que remueven las conciencias más tiquismiquis y que desde la más absoluta hipocresía rescatamos con cierta cadencia de forma que nuestro lado humano sea redimido entre tanta falta de escrúpulos… Como si el humanismo aún estuviera vigente y aquí no hubiera pasado nada. Algún anestésico, tranquilizante de masas. Algo que aporte estabilidad, ya me entienden…

Muchos pueden pensar que me estoy metiendo en un charco que no es de mi jardín, pero nada más lejos de la realidad. Desde que con 8 años, viendo al Ajax, me sentí identificado con unos colores y una forma de representar el fútbol, siempre he tenido claro que este deporte es una forma más de defender una bandera, una idea, una colina.

Por eso, porque ya desde hace décadas, los colores, los distintivos, las gorras y las banderas de nuestros iaios nos identificaban con sus (nuestras) aficiones, me parece aberrante que una abogada ucraniana se ponga los hábitos de la antigua y Santa Inquisición y eleve una denuncia desde su sofá sin siquiera haberse dignado a formar parte del evento. Y ello, a pesar de los informes favorables sobre el comportamiento de ambas aficiones en la fiesta que supone una final de Champions League, donde supuestamente se produjeron los altercados que irritaron el píloro de nuestra letrada favorita.

Además, imaginen que por un fallo en los controles de saturación y croma del televisor de doña Anna Bordiugova (o un hackeo, por entrar más en el contexto actual), resulta que donde ella vio banderas independentistas, en realidad, eran banderas de Cuba, ahora que ya se ha convertido en una realidad políticamente aceptada. Algo así como lo del vestido azul y negro que era blanco y dorado, o quizá al revés, ¿recuerdan?.

Cierto, el castigo con el que se ha saldado la afrenta de miles de aficionados portando banderas (independentistas o no) es ridículo comparado con otros escándalos a los que ya parecemos inmunes y que al parecer no son prioridad en los noticieros al haber dejado de ser de interés público. Los gabinetes jurídicos parecen más inclinados a rebuscar la paja en el ojo ajeno, tirando de las noticias (contrastadas o sintrastadas) que, impulsadas por las agencias se convierten en moda difundida gracias a las nuevas tecnologías a las velocidades que ofrece la fibra óptima. Ya saben, como lo de los radares de la DGT, que son «por su seguridad«. Suerte que tenemos que haya quien se desvele por lo que debemos ver, oír y enarbolar. Total, si además es barato: ¿30000€ ? ¡Como estos!

En fin, que ahora que parece refrescar un poco, dejo para el amable lector el ejercicio de sacar sus propias conclusiones sobre el crimen y el castigo en época de hambruna (humanitaria). Es que soy un pecador irredento y adorador de falsos (¿?) iconos.

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