1-3. El año de la Troika

El fútbol es pasto de la sorpresa, de la improvisación, es un bendito escenario del que sólo se acuerda su duración: noventa minutos para que ambos equipos expongan sus argumentos y treinta minutos adicionales si ninguno de los dos logra convencer al otro. Nada más está escrito, nada más puede ser previsto. Los dibujos en la pizarra se quedan allí, en la pizarra; las intenciones se diluyen cuando chocan y se mezclan con las del rival; la mente necesita volver a asimilar los conceptos y las ideas que se creían ya asumidas.

Añadan a esta ecuación el decorado de una final de Champions League y tendrán la solución para estos partidos: es tierra de héroes —hayan nacido o vayan a hacerlo durante esos noventa o ciento veinte minutos—, sólo los grandes jugadores cuentan con la habilidad para reducir su pulso hasta el ritmo habitual de otros partidos, como si esa final (para muchos el partido más importante que hayan o vayan a jugar en su vida) fuesen sólo otros noventa o ciento minutos más; sólo los grandes, los enormes futbolistas tienen la clarividencia para adaptarse a los centenares de escenarios cambiantes de una final y sólo ellos prevalecen sobre todos. La ley de Darwin también se aplica al fútbol.

Por eso, salir al campo con dos jugadores como Messi e Iniesta en este tipo de encuentros es hacerlo con una ventaja injusta sobre el adversario, por mucho que estos dispongan de Pirlo (otro genio al que el tiempo ha ido erosionando adjetivos) o Pogba (que cuenta con todos los mimbres para convertirse en un jugador especial). Los italianos saltaron al terreno de juego con la mirada clavada en el argentino, pero fue la mirada del manchego la que iluminó a su equipo. Andrés, Don Andrés, fue un arquitecto incansable de triángulos, el tipo que nos enseñó que con apenas metro setenta se puede cubrir la espalda de nueve compañeros. Allí donde lo necesitaban, allí estaba, como una suerte de superhéroe. Y, desde el minuto tres, decidió que su equipo se pusiese por delante con una de sus clásicas entradas al área —¿hay algún otro jugador que pueda entrar de esa manera, tan verticalmente, al área rival?, ¿hay algún otro jugador que honre de igual forma la metáfora del cuchillo caliente y la mantequilla?—, en la que cedió el balón a Rakitic para que este la empujara a la red.

La Juventus reaccionó, como no podía ser de otra forma en el doblemente campeón italiano. Morata especialmente y Pogba amenazaron con encontrar o bien a la red o bien a Tévez, opciones no excluyentes. Una gran presión elevada incomodaba al Barça en cada salida y de ese esfuerzo nacieron sus mejores ocasiones. El conjunto catalán, mientras tanto, amenazaba con sentenciar la final de todas las finales, pero Buffon no estaba dispuesto a acabar su carrera sin ganar una Orejona. El meta italiano, en franco declive, se convirtió en una ventana al pasado, una ventana que él mismo tapió. En él murieron las mejores jugadas culés, que se consolaban con el electrónico, quizá pensando que en este mundo ya tan global lo de que el rival fuese italiano tampoco era tan importante.

Sin embargo, la Juve podría tener once extranjeros y un entrenador transoceánico y, aún así, serían italianos. Quedó demostrado tras el descanso. El Barça amaneció fantástico y pudo marcar en dos ocasiones clarísimas: una de Suárez para la que Buffon se inventó una mano cuyo equivalente a una acción de un jugador de campo no distaría demasiado de las grandes jugadas de Messi y otra del mismo argentino tras gran combinación del tridente azulgrana, convertido en Troika bajo la noche de Berlín. Después del milagro del zaguero italiano, Morata igualó el encuentro, remachando a la red un rebote a chute de Tévez desde el interior del área.

El gol dio alas a los de Allegri y asustó a los de Luis Enrique, que no se explicaban el resultado y que quizá empezaban a entender aquello de que los que tenían enfrente, esos jugadores de tan distintas nacionalidades, eran italianos. El partido se tornó de ida y vuelta, un escenario en el que el Barça se había sentido cómodo todo el año hasta la noche en la que más necesitaba esa comodidad. La Juve se convirtió en la dueña del partido, si no a través de la pelota sí a través de las sensaciones.

No obstante, fue el momento del otro jugador especial del Barça. Messi cogió las riendas y el miedo cambió de bando. En una de sus conducciones infinitas se decidió a probar al que hasta ese minuto no sólo no había fallado, sino que había llegado a sitios desconocidos para otros cancerberos. Buffon no pudo atajar la pelota, por fin esquiva para sus manos, y Suárez obtuvo el premio que antes le había quitado injustamente —porque esa mano fue injusta, como lo son algunas de las jugadas de Messi— el portero italiano. La Juventus fue víctima del vértigo que había atenazado al Barça desde el empate y los últimos pudieron sentenciar si el balón, siempre caprichoso, no hubiese rebotado en el brazo de Neymar tras un remate franco de este que se coló en la portería de Gigi, pero que nunca subió al marcador.

Los últimos minutos fueron testigo de los instantes finales de Xavi en el fútbol europeo —y en qué contexto— y de los intentos de los italianos de igualar un partido desigualado desde el minuto uno. El Barça tiró de oficio, esa expresión tan reservada a los compatriotas de los juventinos, e incluso Piqué tuvo la oportunidad de suplir su 2-6 por otro gol más trascendente. Allegri metió en el campo a Llorente esperando que el milagro pasase por su cabeza y Luis Enrique respondió con los centímetros de Mathieu. El tiempo se escurría —las finales siempre son o muy cortas o muy largas, sin término medio— y sólo se detuvo cuando la rodilla de Suárez amenazó con empañar una noche para el recuerdo de las generaciones presentes y por venir. No fue tal y el uruguayo volvió al campo a tiempo para escuchar el pitido final y para ver a Xavi levantar su último título como blaugrana. Antes, con el tiempo ya cumplido, Neymar conseguía, al fin, meter su gol y dejar el 1-3 definitivo en un electrónico que quedará grabado para siempre en ambas aficiones.

El Barça ya tiene cinco Copas de Europa, cuatro de ellas en las últimas diez ediciones, y aún parecen pocas cuando se tiene en cuenta que se han dejado marchar seis de ellas con el mejor jugador que ha conocido este deporte. Pero no es hoy noche para lamentarse de lo perdido y de lo que nunca ha sido ni será, sino para celebrar que el Barça ha regresado a su lugar de privilegio a lo grande, con un triplete para honrar al mejor triplete de su historia.

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